La estrategia del silencio funcionó en el caso de Cati Gallardo. Esta mallorquina, que dio a luz hace 14 años a David, afectado por autismo y con problemas de desarrollo -tiene un 65% de minusvalía-, siempre creyó que era la única víctima del síndrome del ácido valproico. A diferencia de otros afectados que empiecen ahora a atar cabos y relacionen los problemas de sus hijos con la ingesta del fármaco años atrás, Cati tuvo «la suerte» dentro de la desgracia de salir del hospital con su bebé recién nacido y un diagnóstico bajo el brazo: «Desde el primer momento la neuropediatra sospechó y me dijo que por los rasgos fenotípicos de mi hijo podría sufrir el síndrome de ácido valproico». David sufre autismo, un déficit de atención, problemas de motricidad, falta de equilibrio, malformaciones en los conductos semicirculares, sordera severa. «Le costó mucho hablar y andar», añade en ese listado detrás del cual hay un chaval muy consciente del culpable de sus males. «Un medicamento malo», dice con dificultad al otro lado del teléfono.
«Lo primero que haces es culparte», reconoce Cati. Medicada contra la epilepsia desde los 20 años, tomaba Dépakine y cuando se quedó embarazada lo primero que hizo fue preguntarle a su neurólogo si podía seguir tomando el fármaco. «Me dijeron que no había riesgos y lo tomé». A las 26 semanas de gestación tuvo una amenaza de parto y finalmente David nació de forma prematura en la semana 35. «Nació con problemas respiratorios y se lo llevaron a la UCI». Tres días después, prácticamente le aseguraron que los problemas los podía haber provocado el medicamento. «Por entonces ya había estudios que alertaban del elevado riesgo de provocar malformaciones y problemas de desarrollo en el feto», remarca.